Memorias del Viento,
por wind.
Capítulo I: Agonía.
Era Diciembre, finales del mismo. Al despertar, el frío de la mañana me recibió con una habitual bofetada.
Durante esos bellos y efímeros cinco segundos en los cuales aún no recobramos la conciencia por completo, me sentí normal, aliviado, sin ninguna opresión en el pecho y sin esa tensión ominosa que suele apoderarse de mis sentidos.
El dolor no estaba presente. Recuerdo incluso haber sentido ese fugaz placer matutino que invade al percibir el gélido aire, merodeando furtivo e impotente tras las cálidas y amigables mantas bajo las cuales yo estaba resguardado.
Pero todo termina, y esos estupendos cinco segundos cesaron. Cedieron el paso al mismo malestar de siempre, a esa herida que arde y punza en lo más profundo del alma con cada movimiento, a esa yaga que no cierra, desangrando el ánimo y dejando al descubierto el corazón desgarrado y frágil que agoniza mientras es flagelado por el yugo de la existencia misma.
Por un instante desee haber muerto mientras dormía, mientras soñaba con aquella hermosa nínfula de infantiles curvas, de finos y fragantes cabellos, suculentos labios y mirada cálida. Aquella hada que me reconfortaba con el fervor de su carne y la tersura de su piel. Que me contemplaba con ojos llenos de amor y que inspiraba una paz indescriptible al pasar sus manos sobre el afligido pecho que anhelaba el descanso de la muerte.
(Sigue después del clic).
Pero la mañana me llamaba, al igual que la voz de mi madre irrumpiendo atronadora en el silencio de la
casa para despertarme, y avisar que el desayuno estaba servido y esperando por mí.
El deseo de morir era abrumador, una sombra ineludible que se tornaba en lo único que poblaba el desierto de mis pensamientos a cada instante, que me llamaba de forma seductora e hipnotizadora para abrazarle, para fundirme con la oscuridad del olvido y para buscar un descanso que por fin me llevara más allá de las garras de aquellos que tanto daño me hacían a diario.
Alguna vez había intentado conocer el limbo, conducido a la nada por una cuerda que até a mi cuello y que me hizo columpiar del techo un par de veces antes de romperse y dejarme estrellar contra el piso, apenas sofocado, sí muy magullado. Pareciera como si la misma muerte me repulsara, me considerara algo aborrecedor y que no era digno ni siquiera de su abrazo confortador.
Caminé descalzo hasta el baño y seguí la misma enfermiza rutina de cada día: ducha, ropa, desayuno, mochila. Mi madre me contemplaba ejecutar este ritual a diario, no sin cierto aire de preocupación. Ella
no está enterada de ninguno de mis fallidos intentos por dejar este mundo, pero aún así logra ver algo a través de mí. Logra vislumbrar alguna pequeña porción del desierto que puebla mi alma y parece
entender lo que me causa. Pero yo mismo le he rechazado, para poder actuar con mayor calma y sigilo, sin su preocupación y vigilancia constantes.
Encendí la televisión para distraerme un poco y las noticias principales eran siempre referentes al paro de maestros que se llevaba a cabo en el estado de Oaxaca. Grupos armados, ejecuciones públicas, y violencia urbana se habían vuelto cosa habitual en el estado. Apagué el aparato mientras sentía que mi úlcera crecía un poco más.
Agradecí la comida y me retiré para esperar el transporte de la universidad, que siempre llega puntual a
la misma esquina y cuyo conductor ya es un viejo camarada. Mi respiración se condensaba en el invernal aire de esa mañana y yo jugueteaba con mi realidad, imaginándome aún entre los brazos de mi
hada, de mi pequeña niña sílfide. Fundiéndome con la nada al igual que mi bao se desvanecía en el aire matutino.
Hacía tiempo que había dejado de creerme un monstruo. Ahora entendía lo que soy, pero eso no me ayudaba en nada. De nada sirve saberse inocente si el juicio viene de otros. La gente a mi alrededor no dudaría en considerarme un monstruo si se enteraban de lo que movía mis pasiones, de lo que atizaba la
llama de mi corazón, de lo que ocupaba cada uno de mis pensamientos.
Ellos no dudarían en estigmatizarme. Ellos querían un monstruo al cual perseguir, una bestia para cazarla, y no dudarían en convertirme en esa criatura desgraciada.
Escuché el sonido del viejo motor que arrastraba al destartalado chasis del autobús donde pasaría los siguientes cuarenta minutos (un viaje largo, que atravesaría toda la ciudad) y sólo acerté esperar a que se detuviera frente a mí, llenando todo de polvo y ese cotidiano olor a metal oxidado y gasolina.
Abordé la unidad y saludé cordialmente a Rodrigo, el conductor, quien me correspondió de forma cálida e intentó hacerme charla. Le corté de la manera más cordial y discreta que pude y me dirigí a los asientos traseros del vacío automotor para evitar en la medida de lo posible la conversación. Esa mañana no deseaba hablar con nadie.
Me puse los audífonos y encendí mi reproductor de música tan alto como lo soportaba. Sólo deseaba perderme en los acordes de aquella vieja melodía e intentar reconstruir el rostro de la pequeña en mi sueño, intentar recordar su piel, las trémulas caricias que me prodigaba. Caricias que todavía sentía surcar la piel de mi pecho, aún bajo la gruesa tela de la chamarra que ahora era la única amante que me
abrazaba en la oscuridad del rincón donde me encontraba.
Cuando el sol salió completamente, pasamos frente a una escuela, donde pude ver un rebaño de madres
con sus hijos e hijas, corriendo apurados para no quedarse afuera la mañana del lunes. En medio del sopor remanente, logré apreciar a una niña que bailoteaba al rededor de su progenitora. La pequeña volteó en mi dirección y le sonrió a su madre, iluminando todo a su alrededor con esa expresión tan inocente, tan conmovedora que por un instante me hizo sentir, aunque fuera por un fugaz momento, el calor propio del amor.
A ciencia cierta no puedo definir, si estos momentos servían para darme esperanza o para atormentar mi
alma, pero de cierta forma le daban algún matiz incomprensible a mi inocua existencia.
Ese era el destino que había aceptado como mío. Mirar por el resto de mi vida a estas pequeñas hadas, desfilar a mi lado, siempre a la mano, pero a la vez inalcanzables, siempre prohibidas, ataviadas con esa candidez y pureza que yo trataba inútilmente de retener a su paso, como aquel que intenta atrapar el
aroma de un bello perfume con las manos.
Al principio creí tontamente que resistiría. Supuse que podría cargar siempre con una doble vida, que podría quedarme al margen, sólo como un observador pasivo ante el espectáculo de esa infantil belleza.
Pero el tiempo se encargó de desmentir mi teoría. Al paso de los años y bajo la tortura de la soledad, mi corazón se había debilitado, se había vuelto quebradizo y la agonía le había ennegrecido hasta dejarlo inservible. La fe no existía más en mí.
Llegué a la escuela y mi rutina siguió el camino acordado con el tiempo para obtener el máximo rendimiento posible. Entre clases charlaba con los compañeros y fingía histriónicamente una sonrisa o contaba chistes, relataba anécdotas o imitaba algún maestro. Lo que fuera para distraer la atención de mi verdadero estado de ánimo. Cualquiera que me conozca, les podrá decir que soy una persona alegre, jocosa e incluso ingeniosa en ocasiones, además de ser bastante optimista, pero esto era sólo una pantalla, una máscara que usaba para refugiarme del mundo exterior y escapar de la agonía de vivir, aunque fuera por sólo un instante.
Las clases terminaron y ahora le tocaba el turno al trabajo para ocupar mi tiempo. Para mí era sólo otro escenario donde interpretaría el papel de un buen obrero que realiza su trabajo con una sonrisa en el rostro y que busca caer bien a todos. Un personaje más que ocuparía mi lugar en la tarima de la vida. La noche llegó y mi rutina llegaba a su final. Mientras bajaba del autobús que me llevó a la oscura callejuela que me conducía a mi casa, sentí que mi alma se vencía por fin. Desee gritar, gritar con todas mis fuerzas, hasta que no quedara aliento en mi pecho. Quise maldecir a la vida, gritarle que era una puta por dejarme vivir a mí, mientras tanta gente moría deseando vivir. Desee revelar lo que soy, arrancarme la máscara y dejar que todos me vieran, descansar el peso que yacía sobre mis hombros. Pero ya era tarde. Estaba frente a la puerta de mi casa e introducía la llave en la cerradura. Esperé escuchar el absurdo “¿Ya llegaste?” que ya era tan habitual en mi amorosa madre, pero al entrar me topé con mi padre, mi madre y una mujer desconocida, sentados todos en la sala con una expresión de
preocupación y con cierta incertidumbre por mi presencia recién anunciada.
Supuse lo peor. Creí que sería alguna psicóloga, del trabajo o la escuela. Nos habían hecho exámenes psicológicos en días anteriores, y aunque tenía cierta maestría para evadir cualquier resultado sospechoso que pudieran arrojar, creí que al fin me habían atrapado. Comencé a elaborar salidas, a diseñar alguna excusa plausible para cualquier cosa que dijeran. Sin embargo mi madre habló antes de que pudiera elucubrar más torpes teorías.
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Daniel... Ella es mi prima Diana. Ella vive en Oaxaca. Tú sabes cómo están las cosas por allá estos días, así que se va a quedar con nosotros un tiempo.
Me calmé y dejé de sentir que el corazón se saldría de mi pecho. La saludé con la misma falsa cordialidad que a todo el mundo y ella me dedicó una sonrisa hueca, entonces apuntó su dedo a la cocina y con un gesto de amor bastante fingido, dijo a la vez que yo miraba en la dirección de su índice:
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Ella es mi hija María. También se va a quedar un tiempo conmigo.
Cuando vi a una pequeña de 10 años sentada en el pretil de la cocina, mirándome llena de desconcierto y curiosidad, sentí que de nuevo estaba soñando. Sólo que no sabía si era una fantasía o una pesadilla.
Que bonito y desconcertante relato.
A raíz de leerlo, decidí relatar también mi propia historia de amor prohibido.
Deberías separar los párrafos, esa pared de texto no facilita la lectura. Siento que adornas mucho las frases con adjetivos innecesarios.
Está interesante, ojalá pongas más.